jueves, 23 de julio de 2015

Los esponsales del corsario...



Aquella mañana quise ser secuestrada por un pirata. Pensaba en el Capitán Sparrow, claro, tan guapo, tan moreno, tan aventurero, tan loco.

Bajé a la playa buscando el barco que me llevara lejos. En el horizonte la mar azotaba un velero hundido en un temporal ocurrido hace casi treinta años. Me senté en la arena, estaba tibia, era cosquilloso dejar entrelazar los dedos entre ella, arrugándolos. Al cabo de unos minutos un barco arribó a la playa, a bordo un hombre de tez oscura me indicó que subiera, alguien me esperaba para almorzar. Y como una es una soñadora subí a esa nao de bandera negra, donde los marineros cantaban eso de “ron, ron, ron, la botella de ron”. El trayecto fue breve pero intenso, el oleaje estaba embravecido. El viento golpeaba mi rostro salpicándolo de sal, era emocionante aventurarse así simplemente para comer.

Una vez llegamos al lugar indicado en el mapa (olvidé mencionarles que se me había dado un mapa al salir del pueblo costero, en el que había señalizaciones de donde quedaba la playa, a qué hora llegaría el piloto de la barca y donde estaría el pirata con el que iba a encontrarme). Dicho esto continúo, al bajar del bote me dejé humedecer los pies con el agua cálida del Caribe. Frente a mí una hilera de palmeras vareaban unas contra otras, ahuyentando quizá los demonios del mar. Y bajo un toldo de tela raída de color crema una mesa de madera donde dos copas de vino blanco esperaban ser degustadas. Antes de sentarme a la mesa, me eché en una hamaca de cuerda, me dejé llevar por el lento balanceo. El lugar era un paraíso, arena blanca, agua cristalina, viento suave, y de menú, langosta con vino blanco. ¿Qué más podía pedir?

Sí, había algo que podía pedir, que llegara el pirata anfitrión porque ya tenía apetito.

A los tres minutos de mi arribada apareció un hombre con la tez morena del sol, barba de tres días, calvo… (lo sé, los piratas llevan el pelo largo y barba, y una pata de palo, sin embargo mi bucanero era especial), llevaba una camiseta blanca de tirantes y un pantalón vaquero, iba descalzo. Se acercó a mí con una corona de margaritas que me puso en la cabeza, y un puñado de conchas que dejó caer sobre mis manos. Una voz aguardentosa dijo: “yo os declaro marido y mujer”.

Tras esto comimos y bebimos e hicimos el amor sobre la arena, y al caer el sol, salimos a navegar de nuevo, escondiéndonos tras el sol.

Nosotros somos los que decidimos qué soñar, dónde viajar y a quién besar. No dejemos nunca de hacerlo.

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