sábado, 31 de mayo de 2014

Cada tarde de verano


La primera vez que pisé aquella habitación me sentí inmensamente diminuta. “No toques ahí”, “quieta”, “siéntate ahí”, estas frases se repetían ininterrumpidamente mientras yo observaba, sentada en un pequeño taburete, como trabajaban unas mujeres en la trastienda de la librería.

Era un acontecimiento casi mágico, que se fue convirtiendo en sagrado, ocurría cada tarde de verano, después del baño, y continuaba hasta septiembre, que empezaba el colegio. Siempre me acompañaba mi madre, ella aprovechaba para hacer unas compras por la zona y a mí me dejaba con mi tía, en el taller de encuadernación.

En muchas ocasiones cerraba los ojos y me dejaba llevar por los olores, a tinta añeja, a engrudo para fijar, a aceites varios; por los sonidos, una radio, el rodillo resbalando por los pliegos, y esas enormes agujas que taladraban el papel; palpaba los libros que descansaban en las estanterías, me imaginaba siendo una escritora famosa, una artista, incluso alguna vez tomaba los lápices y soñaba que era una maestra de esgrima que luchaba contra dragones, intentando encontrar su príncipe azul.


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